Caminante blanco y negro

Blanco y negro y una acera y un niño que me mira silbar chupando un trozo de hielo de limón blanco y negro. Las calles no merman, crece la gente y cada día piensa que la ciudad le queda más pequeña, más pequeña y más blanca, como el cielo en invierno.

Un invierno que en realidad es otoño, pero en Madrid todos sabemos que sólo hay una estación, como las de tren, que no se mueven. Como el invierno que no se va de Madrid ni en verano. Y si sales de la estación sales a la calle, a otra estación que se llama otoño, o invierno, o verano, y en la calle comienzas a andar, mientras yo me pregunto por qué están aparcados los coches de mensajería urgente, como si ya no hubiera nada urgente o como si la urgencia tuviera un horario de visitas.

Caminas, y en este preciso instante cuentas las baldosas que pasan por debajo de tu pie, y viendo que no llegas a ninguna parte te preguntas si sigues montado en la cinta de correr de los miércoles o si han fotocopiado las calles.

Mientras te vas topando con un árbol, otro, y otro, y otro más, y otro, te vas cruzando con calles que entorpecen tu camino, y andas, y un árbol, y otro, otro, y una calle, y te paras, miras, y caminas, y otro y otro y te preguntas por qué tuviste que salir ese día y por qué tuviste que volver a esa hora y por qué hace tanto frío y por qué no hay nadie que escuche lo que te estás preguntando.

Cruzas un paso de cebra de blanco en blanco y sabes que está del revés, porque las cebras no son negras y blancas sino blancas y negras. Te das cuenta de que todo está mal desde el principio, de que las carreteras son negras en vez de blancas y las ovejas son blancas en vez de negras y que las cebras son blancas y negras. Blanco y negro, como el ajedrez y las damas. Como la vida y todos los juegos en los que tienes que comerte las fichas de los demás y tienes que comértelo todo y a todos. Como todos los juegos, en los que tienes que meterte caballo, sacrificar peones y salvar al rey.

Miras el reloj y cuentas los minutos que llevas andando. Comienzas a latir horas y a desear una embolia temporal, pero sabes que eso no entra dentro de tus posibilidades. Todo lo que puedes hacer es andar. Nunca estar.

Abres los ojos y sientes el líquido del numen penetrando en tus venas. Miras a tu alrededor; una estación de metro, un hormiguero, no, lo contrario de un hormiguero. Te paras un instante a observar el reguero de hormigas saliendo del metro con cara de prisa o deprisa. Siempre yendo, nunca estando. De hecho, tú tampoco estás porque estás yendo, y así todo igual y nunca lo mismo prosigues tu camino, y te metes las manos en los bolsillos y sacas un tenedor, tabaco y un reloj, y te fumas el tiempo mientras cuentas las caladas que te quedan para comerte el mundo antes de que el mundo te coma a ti.

Ya estás en tu calle y aceleras el paso. Sabes que cuando tienes la meta delante es más fácil correr, y mientras corres te apresuras por buscar las llaves porque no quieres situaciones incómodas entre la puerta y tú.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho escalones, nueve, empiezas a saltarlos de dos en dos pero dejas de contarlos porque las progresiones geométricas nunca se te dieron bien y de repente te paras en seco, mojado.

Te has cansado de saltarlos y en el fondo sabes que no era una buena idea. Nunca es buena idea saltarse pasos para llegar antes a un fin. Al fin y al cabo ni el fin ni el cabo justifican los medios, solo los ciegan, y ciego te inclinas sobre la barandilla tratando de intuir cuánto has avanzado. Sabes que has subido dos pisos pero no sabes cuántos escalones son dos pisos y te balanceas sobre la barandilla tanteando qué pasaría si te tiraras, o peor aún, si te cayeras. Si te mataras, o peor aún, si no lo hicieras. Si llorarían y cuántos lo harían, si irían a tu entierro o si te incinerarían. Decides hacer un testamento como primera prueba de un pseudo Carpe Diem que te ayude a vivir tranquilo después de tu muerte. Tienes que estar seguro de cómo quieres vivir muerto; dentro de una urna, de un ataúd o diluido en el mar. Desde luego, sin saber eso no puedes tirarte así como así por el hueco de la escalera, así que decides dejarlo para otro día.

Notas la tensión en tu cuádriceps derecho y cómo esta se traslada al glúteo derecho a medida que haces fuerza con la pierna. Después ocurre lo mismo en tu pierna izquierda y otra vez en la derecha y empiezas a hacer fuerza intencionadamente porque esta semana no has ido al gimnasio y todas las revistas de belleza te recomiendan subir por escaleras para mantenerte en forma. No tienes muy clara cuál es la frontera entre mantenerse en forma y adelgazar, y crees que cada día se distorsiona más, pero lo haces por si acaso sirve para algo, como lo de chuparte la muñeca cuando se te duerme un brazo o tirarte de la lengua cuando tienes hipo o pegarte un tiro cuando quieres que todo termine.

Cuarto piso y un cuatro bien grande con un círculo bien pequeño al lado que se apoya sobre una línea horizontal que parece estar suspendida en lo que intuyes que será un cuarto piso. Ya está, todo ha terminado, y sientes como una marea de emoción sube de dos en dos las escaleras hasta tu pecho, que parece a punto de explotar de aire. De pronto asimilas que es verdad, que ya has llegado, y entonces la emoción se detiene y piensas que tal vez hubiera estado bien quedarte más tiempo allí, que las calles no eran tan iguales y las sillas no estaban tan frías y los pasos de cebra no son tan ilógicos y que no todo son números y que la puerta no era tan grande y qué harás mañana y qué ganas de salir de casa y ojalá que llegue mañana ya.